Ante la presente situación que nuestros hermanos de Tabasco están viviendo por las inundaciones, queremos compartir con ustedes la experiencia de una de nuestras colaboradoras, con el fin de que se den una idea de lo grave de la situación. 

Cuando la lluvia deja de ser un placer

Yo viví de principio a fin la inundación de Tabasco en el 2007, sin duda una catástrofe natural. A partir de entonces, los que vivíamos por primera vez algo así entendimos que vivir rodeados de agua no era una bendición en su totalidad.

Significaba tener miedo si las lluvias no cedían después de algunas semanas, o tener que salir de tu hogar en medio de la noche porque tu casa se estaba llenando de agua poniendo en peligro tu vida.

Con las noticias de que Tabasco está sufriendo otra inundación, recuerdo lo que fue vivir algo así de primera mano y me parece adecuado compartir esa experiencia para que las personas puedan dimensionar lo grave de la situación en este estado a menudo olvidado.

Por cientos de año, el río Grijalva ha sido objeto de inspiración para escritores y poetas. Sin embargo, es importante recalcar que este es el segundo río más caudaloso de nuestro país y pasa directamente por Villahermosa, la capital tabasqueña.

A medida que la temporada de lluvia avanza y el agua de la presa Peñitas se suelta, el río aumenta su nivel. Esto provoca desbordamientos que destruyen hogares, negocios y también se cobra la vida de más personas de las que nos enteramos en las noticias.

Ríos sin cauce, cocodrilos en las calles y otras alimañas. Foto: Infobae

En mi caso, nos enteramos de la inundación debido a los constantes reportes del nivel del río en televisión. Era el 2007 y las redes sociales todavía no eran una fuente importante de noticias. Cuando eres así de joven, no dimensionas que el agua puede tener tal fuerza para destruir poblados enteros. En lo personal, la lluvia para mí era motivo de alegría porque el calor normalmente es insoportable y entonces se cancelaban las clases y, en algunas ocasiones, salía con mis primos a mojarnos en la lluvia para tener esos placeres que los de “provinnia” disfrutamos.

No podía estar más equivocada.

Los días pasaban y las personas se preocupaban cada vez más. Muchos se negaban a salir de sus casas, a pesar de que estas ya tenían hasta un metro de agua adentro, debido a los asaltantes que aprovechan los apagones de luz para robar las pocas pertenencias que las familias tenían. Otros tantos subían a sus techos a sus familiares y las pertenencias que podían cargar.

Hubo casos que el agua subió tan rápido que las familias se quedaron atrapadas por días en sus techos sin electricidad, poca agua, poca comida y con la ropa que traían puesta. Eran salvados por los militares y la Marina. Al llegar, muchos ya se habían ahogado tratando de saltar de los techos para buscar ayuda o tratando de agarrar a alguna persona que estaba siendo arrastrada por la corriente.

Las personas que vivíamos en zonas que previamente habían sido catalogadas como “no inundables” nos desvelábamos escuchando los sonidos de las sirenas que avisaban a la población que teníamos que evacuar: el Centro Histórico de la ciudad estaba totalmente bajo el agua. Era algo sin precedentes.

Mis padres fueron voluntarios para hacer lo que podían para ayudar a evitar que el río se desbordara. Mi papá llenó costales de arena para colocarlos al borde del río y mi mamá fue a los albergues a clasificar la ropa y medicina que llegaba.

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Doctores, enfermeras, maestros y todo aquel que podía poner un grano de arena se acercaba a estos lugares para ayudar a los damnificados que llegaban con una bolsa de plástico donde habían salvado algunas pertenencias antes de evacuar.

Mi abuela y yo tuvimos que ir a una zona alta de la ciudad, la cual terminaría estando rodeada de agua debido a que las autoridades continuaron desfogando la presa Peñitas.

Ahora en casa de mi bisabuela, estábamos más cerca del Centro Histórico y de toda la desesperación de la población. En la noche, nos quedábamos en una completa obscuridad, debido a que las autoridades cortaban la luz para rescatar a las personas atrapadas en las casas evitar accidentes.

Se escuchaban los tanques de los militares, los gritos de las personas que veían su patrimonio irse a la basura y de las madres que no habían podido salvar a sus hijos de la fuerza del agua.

Posteriormente, el agua se iba y solo podíamos sobrevivir de lo que recolectábamos de las lluvias. No encontrábamos agua potable y si llegaba a haber garrafones, estos los vendían a precios exorbitantes que iban desde los 300 a los 500 pesos. Teníamos que hervir el agua de lluvia para tomarla y evitar enfermarnos. Los víveres escaseaban y los damnificados se tenían que formar horas bajo el sol para que les dieran la mínima ayuda.

Había padres buscando a sus hijos en las calles y albergues con fotografías casi decoloradas por el agua. Escuchabas madres llorando desesperadamente porque sus bebés habían sido arrebatados de sus brazos cuando trataban de nadar hacia tierra seca. Parecía sacado de una película de horror, pero no, era el Edén convertido en una antesala del infierno.

Esto que les cuento es vivir una inundación en uno de los estados más marginados del país. Un estado en el que comunidades enteras desaparecen de las inmediaciones del río y son obligados a construir sus casas en otros lugares. Sin embargo, no existe un sistema hidráulico que nos exente de las inundaciones. Lo único que recibimos cuando estas catástrofes pasan son promesas incumplidas y una que otra alimaña que trae el río.

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Como les dije antes, siempre amaba los días de lluvia. Sin embargo, después de vivir en carne propia lo que fue la inundación del 2007; jamás he vuelto a disfrutar una temporada de lluvias. Solo escucho llantos y gritos de desesperación en conjunto con el sonido del río.